Capítulo 5

Jorge y Akiro se van solos

Mientras volvían a la zona de las tiendas de Aurelio, Nur sabía perfectamente la emoción de sus hijos por jugar a todos esos nuevos y emocionantes juegos, por lo que se encargó de que los niños conocieran bien el lugar y se ubicaran geográficamente de tal manera que ya no podrían perderse más, incluso acordaron entre todos que, a la caída del sol, se encontrarían en cierto punto del bosque risueño para terminar el día sin perderse.

Jorge había encontrado en Akiro un nuevo amigo y alguien que podía ser un buen espectador de todo lo que le gustaba hacer, cosa que parecía no importarles mucho a otros niños. Andaba en su caballo buscándolo. Lo encontró en ese momento en que Akiro hablaba con su madre y le dijo:

–Ven, Akiro, ¡vamos a conocer mis peces!

–¿Tienes una pecera?

–Eeeh… algo así.

Nur le recordó a su hijo que llegue temprano al punto de encuentro. Luego de tres intentos de Akiro por subir al caballo (se hacía el que sabía subir, pero no le salía una), arrancaron, avanzaron con rapidez, Akiro casi se cae pero, por suerte, se acomodó y pronto desaparecieron de la zona donde estaba toda la gente. Cruzaron el bosque risueño, que era el lugar de los juegos, y apareció una ladera con un camino en el que cabalgaron por unos minutos. A lo lejos, se veía un lago, Akiro se había caído de la montura improvisada hecha de lana y cuero y se estaba quemando en el lomo del caballo, caliente por el sol, mientras sentía los fuertes músculos del animal. 

Al llegar al borde del lago, había unos niños jugando en la orilla. Lo llevó entremedio de unos pinos y le mostró un lugar cercado con ramas y palos donde había un agujero con agua, una suerte de pecera artificial hecha por Jorge. Le mostró los peces que él mismo había atrapado y lo invitó a pescar. Se trepó en uno de los árboles y sacó una liana delgada con un pequeño anzuelo artesanal de alambre. En la orilla del lago, se quitó la camiseta y, sin descalzarse, entró en el lago con suelo pedregoso. 

–Ven –le indicó Jorge–. Entre aquellas rocas, siempre pesco algo.

Pero uno de los otros niños que estaba jugando un poco más alejado empezó a gritar: 

–¡Creo que vi un pequeño ciervo, vamos a verlo, esta allá! –Y señaló unos frondosos arbustos que se movieron. 

Todos fueron con curiosidad, Akiro siguió a Jorge que salió del agua y corrió para ver al ciervo pequeño; cuando se acercaron sigilosamente para que no se asustara, uno de los niños dio unos pasos atrás y palideció, se le secó la boca y le temblaron los labios cuando dijo con voz quebradiza: 

–Es un puma, quédense quietos, por favor.

Era un puma joven, no de los más grandes, pero igualmente muy intimidante. Algunos intentaron retroceder y esto asustó un poco al puma, que comenzó a ronronear fuerte y a mover la cola ligeramente mientras los miraba fijo. Jorge, que no podía evitar el miedo, dijo: 

–Vayamos despacio hacia atrás, hasta que podamos correr y subir en algún árbol. 

Akiro tomó del brazo tan fuerte a Jorge que le dejó la marca. Otro niño dijo: 

–¡Debemos correr! 

–¡No! –respondió otro–. Nos va a comer, si nos corre nos agarra seguro. 

Ninguno sabía bien qué hacer, pero Jorge había escuchado de su padre que, en ocasiones, a los pumas había que asustarlos y mostrarles seguridad, alzar una vara, mirarlos a los ojos, levantar las manos o gritar fuerte para que se asusten, porque usualmente no atacan a los hombres.

Está claro y todos sabemos que estas teorías son fáciles de hablar con entusiasmo y discutir cuando no hay un puma presente. Así que, mientras Jorge explicaba todo esto con una esperanza ilusoria de que pudiera funcionar, retrocedían lentamente. El puma no se iba, por el contrario, los seguía al mismo tiempo que ellos se alejaban. Uno de los niños se asustó tanto que empezó a llorar y se le aflojaron las piernas. Quedó arrodillado gritando: 

–¡No, por favor, no quiero morir! ¡No quiero morir! 

Esto puso los pelos de punta a los demás, pero Akiro notó que el puma se asustó levemente por el movimiento de ese chico y retrocedió un poco.

–Me parece que se asustó –aclaró Akiro.

–Ya me di cuenta –dijo Jorge, pero ese “Me parece que se asustó” Jorge pensó que lo decía por el niño que lloraba y Akiro pensó que la respuesta de su amigo, “Ya me di cuenta”, la decía por el puma, por lo que planeó asustar él mismo al animal.

En eso, el niño que lloraba arrodillado salió corriendo del susto y gritando con terror; aunque resultaba bastante gracioso verlo, nadie pudo reír en ese momento. En la corrida, Akiro notó nuevamente que el puma se retrajo un poco, estaba casi decidido a seguir esos consejos que decía Jorge. Miró alrededor, vio una rama en el suelo y se animó, se abalanzó de golpe hacia delante con las manos levantadas y gritando: 

–¡¡Haaaaaaa uaaaa!! ¡¡Fuera, bicho!!! Eeeeeh. 

Y dio vueltas levantando y moviendo las manos fuertemente. Giraba de nuevo mientras gritaba más fuerte y el puma no atacó, sino que se alejó un poco más. Los demás quedaron más aterrorizados que antes, porque no entendían qué era lo que estaba pasando. Akiro vio que funcionaba, tomó la rama con fuerza y se dirigió hacia el puma gritando de forma más rara y descontrolada.

–¡¡Corre, fueraaa!! –Movió la rama con fuerza y golpeó el piso.

El puma se fue lejos y ellos corrieron en dirección contraria. Cuando se alejaron bastante, los otros niños se acercaron y miraron a Akiro con asombro y agitación. Decían: 

–Qué bien que pudiste, gracias. 

Incluso Jorge, que hasta ese momento veía a Akiro como un niño débil y aburrido, comenzó a cambiar de opinión.

En otro lugar del bosque, Felisa invitó a Muri a la “caza de flores voladoras”. 

–¿Cómo flores voladoras? –interrogó Muri. 

–¡Son mariposas, yo sé dónde están, vamos! –la invitó Felisa, y corrió y corrió más de lo que Muri podía aguantar. 

Pasaron entre árboles y arbustos frondosos, luego de un tramo largo, entraron a una zona solitaria, con varios tipos de flores silvestres y muchas mariposas, junto a un pequeño arroyo rodeado de algunos árboles no muy altos. Las flores eran mayormente celestes, anaranjadas y blancas. Al juego le habían puesto ese nombre porque justamente las mariposas eran de un color muy parecido a las flores del lugar. Felisa trepó a un árbol rápidamente y descendió con una red y una gran bolsa. A la bolsa la acomodó en el piso, la abrió y le colocó una rama en forma vertical, de modo que la levantaba dejándole un espacio dentro. Agarró la red y comenzó a cazar mariposas, Muri miraba con asombro mientras se recuperaba de la corrida. Las mariposas iban y venían muy cerca de ella, hasta entonces Muri nunca había visto mariposas aparte de su juego en la plataforma, no se había puesto a pensar nunca que esas que ella veía en el juego eran solo una “copia” de las originales. Felisa, cuando cazaba una, la ponía en la bolsa con cuidado y la tapaba con una piedra en la punta.

–¡Tenemos que llenar la bolsa! –desafió Felisa.

–¡Ay, yo también quiero, yo quiero! ¿Pero después qué hacemos? ¿Las dejamos ahí? –preguntó Muri intrigada.

–Las llevaremos a mi escondite preferido, ¡ya verás! –contestó Felisa.

Muri cazó varias y otra vez siguió Felisa, llenaron la bolsa hasta que ya se escapaban. Con cuidado la llevaron hasta un lugar en medio de arbustos que formaban un gran hueco semioculto, que era iluminado por algunos rayos de sol que se filtraban entre las ramas y hojas. Una vez acomodadas dentro, abrieron la bolsa lentamente. Pareció como que un arco iris viviente se escapó de ella, comenzaron a gritar de emoción y reír, mientras las mariposas revoloteaban de un lado a otro rozándose en sus rostros y brazos. Al verlas tan cercanas e iluminadas por los rayos del sol, se podían apreciar los divinos diseños de las flores voladoras. Algunas se posaban y aquietaban tranquilamente, otras se escurrían entre las ramas y se fugaban, hasta que solo quedaron unas pocas dentro del escondite.




Al volver, Muri se encontraba riendo a carcajadas cuando vio a sus padres medio mojados, sentados realizando un juego. Había dos grupos que competían, eran dos filas de personas sentadas, en la punta de cada fila, un balde lleno de agua y en la parte de atrás de cada fila, un balde vacío. La primera persona de cada fila tenía que empapar una pequeña toalla con agua y pasarla hacia atrás hasta la última persona, que era la encargada de estrujarla en un balde hasta llenarlo lo más que podía, al sacar hasta la última gota pasaba la toalla mano a mano para iniciar otra vez. Al terminarse el agua de los baldes situados al frente, ganaba el equipo que más haya llenado el balde de atrás. Muri se tentó de la risa al ver a su padre con cara de entretenido y preocupado al mismo tiempo, se lo veía muy compenetrado, gritaba enojado que pasen rápido y con cuidado la toalla mojada.
El atardecer llegaba

Akiro, luego de aprender a pescar con lianas y anzuelos caseros, metiéndose hasta la cintura en el agua y creyéndose un “gran ahuyentador de pumas”, estaba volviendo a caballo con Jorge a la zona de los juegos antes del atardecer. Recordó en ese momento que su hermana le había pedido un balero y que ya no contaba con mucho tiempo para poder conseguirlo. Le contó a Jorge y cabalgaron más rápido al lugar donde competían en la carrera de embolsados, que era donde entregaban como premio un balero. Sin que se le note lo temeroso que estaba, anunció que quería competir, le dieron su bolsa y esperó la próxima salida. Cuando arrancaron, se cayó a los dos pasos, fue alentado por algunos a seguir y se animó, pero salió último. 

Desilusionado, no quiso competir más. Jorge lo animó a seguir y trató de practicar un poco para su segunda oportunidad. Mientras practicaba en un costado, dos de los niños que habían estado en el momento del puma lo recordaron y se rieron de él dando vueltas burlonas como él lo hizo, gritando: “¡¡Haaaaaaa uaaa uaaa uaa!! ¡¡Fuera, bicho!!! Eeeeeh” y los demás se rieron. No se le ocurrió nada que decir, porque le preocupaba más la competencia, así que se alejó un poco. Comenzó otra partida y salió saltando, esta vez llegó un poco más lejos y, por lo menos, no salió último, pero tampoco ganó. A cada paso, se soltaba más su destreza para correr saltando. Más animado, le dijo a Jorge: 

–Esta es la mía. –Y lo intentó por tercera vez. 

Carmelo era quien lo había fastidiado burlándose un rato antes y decidió correr solo para molestarlo, porque sabía que quería ganar y le tenía envidia. Así que largaron y Akiro avanzó mucho más rápido. Carmelo se le puso al lado y, mientras se burlaba de nuevo, lo empujó y derribó con disimulo. Akiro se levantó rápidamente, enfurecido, y solo trató de alcanzarlo para empujarlo, pero Carmelo se alejaba riéndose. Cuando salieron de la pista, Akiro le arrojó una mirada enérgica y le dijo sin pensar un segundo: 

–¡Encima de ser un tramposo, eres un cobarde! ¡Porque ya te olvidaste la cara de niñita asustada que tenías cuando te salvé de ser la merienda del puma! –Su expresión rabiosa, airada y decidida de llegar a cualquier consecuencia hizo que Carmelo se sonrojara y se avergonzara ridículamente. Alrededor se escucharon una mezcla de carcajadas y unos cuantos y encimados “Uuuh, mira lo que te dijo…”. Artemio, el organizador del juego, se dio cuenta de lo que estaba pasando y les dijo: 

–Ustedes no juegan más juntos aquí. –Y los separó.

Akiro quedó agotado y no podía hablar con calma luego de esto. Poco después, intentó su última oportunidad de ganar, porque vio de lejos que ya venían sus padres con Muri a encontrarse con él para irse.

Espontáneamente, reaccionó utilizando toda la potencia de su furia en ganar el juego, las fuerzas de su enojo e indignación las aplicó en la carrera y, cuando sonó la campana, salió como tiro. Ni él mismo entendió de dónde sacó tanta fuerza y velocidad, pero su victoria fue aplastante, salió primero, lejos. Su hazaña provocó la ovación de toda la multitud que estaba del otro lado. Sus padres no imaginaban ni cerca que ese alboroto y ovación se debían al triunfo de su hijo, pero cuando llegaron para ver, Akiro estaba con su mano levantada como el nuevo ganador. Artemio le consultó: 

–Tienes la opción de elegir como premio el último balero o un yoyó. 

Miró maravillado un yoyó por primera vez, no era cualquier yoyó, estaba labrado con dibujos y pintado. La verdad es que le hubiera gustado poder tenerlo también, vaciló unos segundos y, al mirar a Muri, no dudó en escoger el último balero que quedaba como premio. Nur y Nahuel, que no habían logrado disimular su niño interno, saltaban y gritaban de alegría con sus hijos, abrazándose entre todos.

En ese momento, escucharon que los llamaron para tomarse una fotografía.

–¡Vengan por acá, todavía entran varios! –dijo uno, entusiasta, con una gran cámara fotográfica negra y cuadrada. Ninguno de los Walkers sospechaba qué era eso hasta luego de tomarse la fotografía.

Un acompañante del fotógrafo acomodaba a todos para reunir a la mayor cantidad de personas para que entraran bien en el encuadre de la cámara. Luego de tomarla, le mostraba a la gente los álbumes del festival del año pasado y continuaban su camino para seguir capturando momentos.

Mientras se retiraban de allí, se atropellaban para relatarse exaltados las cosas que había hecho cada uno. Justo en esos momentos de tanta algarabía, Nahuel recordó que tenían que volver a su casa o, mejor dicho, a continuar sus vacaciones en algún otro lado. Un poco de tristeza invadió su corazón, pero no quiso que nadie lo notara, por eso se alejó del montón lentamente y llamó a Akiro. Le dijo que lo acompañara a su automóvil para revisarlo con tranquilidad a ver si podían destrabarlo de alguna manera. Don Aurelio les ofreció un serrucho y tacos de madera para hacerlo. Acordaron otra vez, entre todos, encontrarse en un par de horas en la tienda de Aurelio.

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